Paradoja es, que mientras más miro a Jesús, más me veo a mi misma, pero como verdaderamente soy: hija de Dios.
Mientras más salgo de mí, más cerca estoy de aquel que está fuera de mi: Cristo, mi Maestro.
Yo diría, hasta ahora, que lo esencial para el desierto es mi mirada puesta en el Maestro, porque El es el que me lleva al Padre, hacia esa Tierra Prometida en donde ya está edificada mi casa, mi lugar junto a Dios.
Todo lo que poseo puede transformarse en mi perdición si no los veo con los ojos de Cristo, ellos debieran ser mi mayor tesoro.
Mis ojos, entonces deben ser los ojos de Cristo. Mirarlo a El para transformarlos a lo suyos. No hay nadie que pueda vencer a la tentación de vanagloria, sino Cristo. Cuando salgo a su encuentro, llego a El despojada de todos mis apegos. No hay otra forma de mirarle, ni menos de seguirle. No puedo dar un paso sin su mirada en mi y mi mirada en El.
Pero aún más, no hay forma de que pueda yo recuperar la salud: mi vista para una mirada sobrenatural, mi andar en el sendero de la Vida, mi pureza en el corazón dispuesto a su Voluntad, si no tengo la fe que el Maestro me reclama para obrar los milagros.
Entonces, mi único bien, que nadie me puede quitar, que no pesa, no estorba, no me paraliza en medio del desierto y mi único tesoro, resulta ser la Fe.
Mi fe es el maná que me reconforta en el difícil trayecto por este desierto que nos aflige, nos consume día a día, nos desafía y nos deja perplejos viendo espejismos.
Si, en el desierto hay muchos demonios, pero sobretodo, está Dios que nos acompaña, nos recoge, nos lleva en brazos mientras mantengamos viva la fe. Esa fe se alimenta y se vivifica en el Amor, porque la fe sin el Amor, sin las obras, no es nada, sólo llega a ser un accesorio que ostentamos como metal que resuena.
Este es mi comentario a un interesante artículo del profesor Arturo Bravo