17 octubre, 2006

Éxodo de luz



Entre dos brazos, cierras la tierra
como un vientre palpitante
para sembrar el Edén
después mutilado,
para inundar el útero
bajo el arca de tus aliados,
para entrelazar
las lenguas de Babel en ruinas
y tesoros despojados,
para dar a luz un hijo
que destierras ungido
en manos de la fe.
Mil años es para ti un atardecer
que se reanima a la aurora,
para traer de vuelta
la descendencia de aquel
que partió de ti,
despojados de la tierra
que les vio nacer,
ahora tú eres el destierro,
ahora tú eres la desolación,
ahora tú eres el camino
a la nostalgia y la oscuridad.

La podredumbre de tu vientre
dibuja una mueca de asco
en los rostros sometidos,
de dolor en los reinos vencidos,
de soberbia en los explotadores
de tu amor.
Otra como tú, se baña de sangre
mil años antes y más.
Un solo brazo extendido
para alcanzar el sur del monte
de la redención,
nace en las faldas de aquel
que inaugura el éxodo
de los caminantes del desierto.

Sus rostros marcados
por la arena y el sol,
por el hambre
y la esclavitud derogada
en el profeta mayor,
logran iluminarse detrás
de cada desaliento
que marca el paso adolorido
de cuarenta años penitentes.
Nuevamente en la adopción
de los hijos
de otras madres sembradas
se inscribe la esperanza.
Como en aquel de Ur
que no puede contar
las estrellas de su descendencia,
en otro ungido, que lleva
el mimbre trenzado
en aguas mayores,
se traza el destino último
de los elegidos.

Salieron huyendo de la tierra
ya milenaria que les apagó
el hambre, bajando
el brazo del Jordán.
Tierra de esclavos y vencidos,
sobre los cuales se levantan
opulencias y cultos risibles
a criaturas inferiores.
Escorpiones, ranas y serpientes
vienen a tropel a sepultar
la fiesta de esos ojos
desmesurados de orgullo
y ostentación.

Toda su admiración
se vuelve en contra
en las aguas que se cierran,
tras el paso de los fugitivos,
para propinar
sobre sus soldados
de piedra y cal,
el derrumbe de su poder.
Vamos andando,
camina bajo la nube
de polvo y arena,
llena tus vasijas de agua y pan
que queda mucho por trazar.
No mires atrás, ni desandes
el proyecto marcado
sobre tu frente y tu corazón.

No sea que derritas el oro
para ocultar el miedo
en becerros inertes.
No sea que te quedes sepultado
de traiciones y penitencias
insostenibles, abandonado
por los que se resisten a caer.
Desoyes al profeta
que te toma de la mano
y te trae de vuelta a casa.
Anda con él y no desprecies
la alianza, que el ungido
espera consagrarte a una vida
libre y limpia,
sin nada que purgar,
sin deuda que pagar.


“No demores que te espero.
Soy el Jordán de los justos que
te reanimará en las batallas,
te purificará en el culto,
te bautizará para la santidad.
Llegar hasta mí será
el comienzo de un triunfo
que verán los redimidos
al final del viaje.
Dos siglos de conquista
se suman a tu llegada,
inaugurada la cadena
de batallas por librar
con la cordialidad
de mis aguas detenidas,
mientras pasas sobre mí
con el arca llena
de promesas inmutables.

Cada tribu tomará para sí
la tierra que logre pisar
sus talones encallecidos,
cada tribu marcará el comienzo
de su conquista con una piedra
de mi cause, donde pusiste
a descansar el arca
mientras mis aguas se abrían
en reverencial saludo y acogida.”
A Jericó suben los aliados,
trazan surco en Ay y entre montes,
Siquén les espera.
Recorren el brazo hasta el Hermón,
contando doce estrellas
que titilan mirando el cielo.

No te duermas Manases,
Isacar, Zabulon y Dan.
Despierten Aser, Gad,
Efraín y Benjamín.
Vamos Simeón, Juda,
Rubén y Neftalí.
¿Porqué caen y se desangran?,
¿porqué abandonan su lucha
y se dejan invadir
por dioses extraños?,
¿murió en vano el ungido
a las puertas de la promesa
por nacer?, ¿cantaron a la
brisa pasajera los prodigios
y portentos
que debíais conocer
a los pies del Sinaí?

Nacen los gigantes iluminados
para salvarte de la muerte
y el despojo,
nacen mujeres desbordantes
para devolverte tu dignidad,
nacen reyes que te gobiernan
y te protegen,
pero sigues cayendo,
sigues desintegrándote
en el odio y el rencor,
sigues partiendo la tierra
de mezquindades y avaricias,
y te llevan maniatado
al nuevo éxodo,
ya no de promesas,
sino de oscuridad,
al destierro que sólo te dejan
los cantos nostálgicos
que escribes en el viento.

Hacia tu casa se van,
pero parece no oírse
nada allá,
tendrás que aprender
a esperar y alimentar tu fe
a pan y agua.
Ya no sale la vida
de las piedras esparcidas,
ya no cae el maná
para reconfortarte,
ya no hay zarza ardiendo
de esperanzas.
Todo se vuelve silencio,
ya no salen fiadores por ti,
ya no escuchas respuestas
a tus ruegos,
hasta secar tu corazón
de lágrimas,
hasta que ya no hay
fuerzas para llorar.

Como un milagro,
como un sueño que viene
a rescatarte de la realidad,
vuelves a casa.
Pero no logras ver,
en tu eufórica alegría,
que vigilan tus pasos,
que no volverás a ser dueño
de tus días nunca más.
El destierro lo llevas dentro,
como una cicatriz profunda
que te congela los ánimos,
cansado de ir tras una promesa
y una justicia que tu cabeza
no es capaz de abordar.

Te dejas seducir por la derrota
y el conformismo,
para hacerte esclavo otra vez,
hasta tu destrucción definitiva.
Levantaste las murallas
desmoronadas en el fracaso,
pero el invasor aguarda agazapado
hasta que te duermas, hasta que,
cansado de orar y esperar,
cierres los ojos,
el alma y el corazón.
Que aún queda sangre
por derramar, te dicen....
que habrá uno
que la derramará por ti....
que dará su sangre
por la libertad de cada uno...
que aún te queda
mucho por esperar.

No sabes ya si serás capaz
de llegar al final,
no sabes si quieres ver
la luz del nuevo día.
No estás seguro
de querer saber de traidores
por treinta monedas,
ni tres cruces en el monte,
solo respiras profundo
y ves cómo se te van
tus suspiros al atardecer,
sabiendo que tu historia
seguirá viva
hasta el fin de los tiempos.

De pronto comprendes
que tu casa es bella,
que te recibirán con banquetes
y canto de ángeles,
que cantarás con ellos
eternamente,
allá está finalmente
la tierra prometida,
que se inscribió la Nueva Alianza
en el templo de tu Dios.
Mientras sigues tu éxodo,
mana agua de las piedras
y cae pan del cielo
en las pequeñas alegrías
de cada día.
En la sonrisa de tus hijos,
en la partitura de Beethoven,
en la danza de las aves,
en los suspiros abrazados
al ciruelo de tu jardín,
en el despertar del amor joven,
en la alegría de vivir.
Algo moviliza tus entrañas
y no te deja morir
derrotado en el camino.
El horizonte se refleja insolente
en tus pupilas,
no puedes desprenderte de él,
respiras estos aires modernos
con una historia inconclusa,
pero aún así, llenas tus labios
de salmos que vuelan
de regreso a casa.

12 octubre, 2006

Un corazón contrito


Antes de denunciar cualquier injusticia ante Dios, he de caminar rectamente yo. No puedo exigir rectitud a los demás si yo misma no he dado testimonio de una vida recta, junto al Señor.
¿Cómo limpiar mi casa, mi interioridad desde fuera?
Es dentro de mí donde aloja la maldad, y cuando la arrojo fuera, entonces tengo ojos de justicia para ver lo que es bueno o malo en otros.
Con esa misma disposición humilde frente a Dios, debo entender que no tengo nada digno que ofrecerle, es más, El no necesita nada de mí, pero quiere mi corazón contrito.
No son las obras exteriores, sino lo que hacemos de corazón, lo que El quiere para sí, porque ya es suyo desde siempre.
Cuando la vida nos despoja de lo que tenemos, de esas cosas a las que estamos aferrados y valoramos como lo más digno, nos damos cuenta de que somos nada. Los hijos deportados de Israel, cuando ya no tenían su templo, ni holocaustos, ni animales que ofrecer a Dios tan orgullosamente, se dan cuenta que Dios quiere su corazón.
Cuántos holocaustos y promesas ofrecemos a Dios desde los labios, mientras el corazón mismo calla.
Mientras el corazón no hable, no hay diálogo con Dios, allí pone El su oído.
Sólo Dios mismo puede ofrecer el sacrificio digno de El: Jesucristo. No pongamos, entonces, la mirada en nosotros mismo para llegar a Dios, sino en Jesús.
Sigamos a Cristo para llegar a compartir la promesa de vivir junto a Dios, donde ya nada escasea, donde ya nada necesitaremos, donde todo se nos dará de balde por toda la eternidad.