12 octubre, 2006

Un corazón contrito


Antes de denunciar cualquier injusticia ante Dios, he de caminar rectamente yo. No puedo exigir rectitud a los demás si yo misma no he dado testimonio de una vida recta, junto al Señor.
¿Cómo limpiar mi casa, mi interioridad desde fuera?
Es dentro de mí donde aloja la maldad, y cuando la arrojo fuera, entonces tengo ojos de justicia para ver lo que es bueno o malo en otros.
Con esa misma disposición humilde frente a Dios, debo entender que no tengo nada digno que ofrecerle, es más, El no necesita nada de mí, pero quiere mi corazón contrito.
No son las obras exteriores, sino lo que hacemos de corazón, lo que El quiere para sí, porque ya es suyo desde siempre.
Cuando la vida nos despoja de lo que tenemos, de esas cosas a las que estamos aferrados y valoramos como lo más digno, nos damos cuenta de que somos nada. Los hijos deportados de Israel, cuando ya no tenían su templo, ni holocaustos, ni animales que ofrecer a Dios tan orgullosamente, se dan cuenta que Dios quiere su corazón.
Cuántos holocaustos y promesas ofrecemos a Dios desde los labios, mientras el corazón mismo calla.
Mientras el corazón no hable, no hay diálogo con Dios, allí pone El su oído.
Sólo Dios mismo puede ofrecer el sacrificio digno de El: Jesucristo. No pongamos, entonces, la mirada en nosotros mismo para llegar a Dios, sino en Jesús.
Sigamos a Cristo para llegar a compartir la promesa de vivir junto a Dios, donde ya nada escasea, donde ya nada necesitaremos, donde todo se nos dará de balde por toda la eternidad.